sábado, 19 de mayo de 2012

Capítulo 7. Programa de voluntarios



La luz del sol entraba a raudales por el hueco de la ventana abierta, iluminando cálidamente la habitación de paredes de madera. Una estantería prácticamente vacía y una cama deshecha sobre la que descansaba una vieja maleta eran lo único que había en la habitación. Se veían las motas de polvo brillando en el aire. La puerta se abrió de forma brusca, y un joven irrumpió en el cuarto como si de un terremoto se tratase. Era todo energía. Incluso su aspecto propiciaba ese aire lleno de vitalidad, que le rodaba como si fuese una especie de "aura". Su cabello era rubio, muy rubio. A él le gustaba pensar que era como los trigales que cultivaba su familia. Sus ojos, azules como el cielo en un día despejado, le decía su madre adoptiva. Las chicas de su pueblo (situado a unos veinte kilómetros) decían que era "mono", usando ese apelativo para expresar que era guapo, pero demasiado infantil como para considerarlo un "hombre atractivo" con el que mereciera la pena salir. Pero en ese momento poco le importaba lo que pensaran o dijeran las chicas. Estaba a punto de dar el primer paso en el largo camino que debería recorrer para poder cumplir su sueño y, ahora, eso era lo único que importaba. Sería un gran hombre.

Abrió el armario donde guardaba la ropa y comenzó a sacar a toda velocidad pantalones y camisas, tirándolas sin ningún cuidado sobre la cama. En apenas unos minutos se había creado un pequeño montón de ropa que seguía creciendo con gran rapidez. Cuando terminó de devastar el armario se dio la vuelta para observar con ojo crítico la ropa y seleccionar lo que necesitaría. Si por él fuera, sólo se habría llevado lo puesto y unas botas de recambio, pero su madre adoptiva había insistido en que preparara una maleta como dios manda. A sus padres adoptivos les había costado aceptar su decisión, pero una vez se dieron cuenta de que su determinación era firme, quisieron ayudarlo todo lo que estaba en su mano.
Mientras el muchacho revolvía entre sus camisas, intentando decidir cuál sería mejor llevarse, entró una niña en la habitación, de unos nueve años, que lo observó divertida. El joven la miró enfadado.
-¿Qué quieres?- Le preguntó, con tono resentido. La pequeña era su hermanita adoptiva, a la que quería, pero ambos disfrutaban chinchándose y no había día en el que no se pelearan.
-Nada, sólo veía como arrasabas la habitación, hermanito. -Comentó ella en un tono falsamente inocente.
-Pues ya lo viste. ¿Quién te dio permiso para entrar en la habitación?
-¡La puerta estaba abierta!
El joven rubio agarró a la chiquilla por el cuello de la camisa e intentó echarla de la habitación mientras ella pataleaba y se quejaba. Tras mucho esfuerzo consiguió cerrar la puerta tras ella, y por fin pudo respirar tranquilo. Se recostó contra la pared, cerrando los ojos. Inspiró hondo. Podía oler perfectamente el aroma que la madera utilizada para la construcción de la casa desprendía, incluso debajo de la pintura. Echaría de menos su hogar. Era cierto que no había nacido en ella, ni sus padres eran sus verdaderos padres, pero hacía mucho que había superado esa barrera y los amaba como si de su familia biológica se tratase. Los añoraría, al igual que añoraría el rancho en el que había crecido. Desde que fue adoptado, a la edad de cinco años, había vivido en aquel rancho, pisando la ciudad en tan sólo contadas ocasiones. Sabía todo lo que había que saber sobre la cría y doma de caballos, controlar una manada de vacas decidir cuándo y qué cultivar... en general, todo lo que tuviera que ver con la dirección de un rancho. De hecho, su padre lo había educado de esa forma para que, a su muerte, heredara los terrenos. Pero el joven tenía otros planes. Era verdad que le encantaban los caballos y el campo, y que disfrutaba sobremanera de la vida en el rancho, pero su sueño era otro. Él quería ser soldado, y participar en la guerra. Su madre le había impedido alistarse en el ejército regular, así que ahora era su oportunidad. Había guerra en Europa, y Estados Unidos pedía voluntarios. En cuanto se enteró, no dudó en apuntarse. El quería ir allí, a la vieja Europa, llena del misterio que le proporcionaba su historia y sus extrañas costumbres, y luchar, correr mientras oía el silbido de las balas y el estallido de las bombas en sus oídos, pelear valientemente, combatir por su honor.
Alguien llamó a la puerta con los nudillos. El joven se apresuró a levantarse, sacudiendo la cabeza para librarse de sus ensoñaciones, y abrió la puerta. En el umbral se encontraba su padre adoptivo. Se miraron el uno al otro unos segundos, con tristeza. Eran conscientes de que, a pesar de lo optimista que se mostraba el muchacho, podía ser que no volvieran a verse, al menos en este mundo.
-Mike... ¿Puedo pasar?-Preguntó el hombre con voz ronca.
-Claro padre... -Mike se echó a un lado, dejándole camino libre.
Su padre entró cojeando, observó la cama cubierta de ropa, apartó el montón a un lado y se sentó sobre la colcha. Su cabello ya encanecía, y lo llevaba recogido en una coleta que impedía que los mechones grisáceos le cayeran sobre la frente y le taparan la cara, mostrando así una enorme cicatriz que recorría su rostro de una mejilla a otra, atravesando su nariz y desfigurándolo. Mike observó como su padre adoptivo se acomodaba en la cama y dejaba a un lado la muleta que usaba para caminar. Si fuera un día cualquiera, ya estaría hablando a gran velociad, pero presentía que su padre quería decirle algo importante. Esperó pacientemente a que él hablara.
-Mike... ¿estás seguro de esto?
-Sí padre, sabes que sí lo estoy, estoy dispuesto a ser el mejor soldado, un soldado del que Estados Unidos estará orgulloso.
Los ojos le brillaron al imaginarlo. Su padre lo observó con pena.
-Mírame Mike. La guerra no es un juego, la guerra es masacre y miseria, la guerra sólo son muertos y heridos. Mírame... media cara destrozada y una pierna inútil... Casquetes de una bomba, Mike, una bomba que a mí me perdonó la vida, pero que se llevó la de muchos de mis compañeros.
-Padre, lo sé. Conozco los riesgos, pero he nacido para esto, para luchar y defender el mundo. Por favor, entiéndelo, iré de todos modos, pero preferiría irme con tu apoyo.
-Si estás tan convencido, no hay nada que yo pueda hacer. -Suspiró.- Llamaré a tu madre para que te ayude con la maleta. -Se levantó pesadamente, apoyándose en la muleta. Su hijo lo miró, sin saber muy bien cómo expresar todo lo que quería decirle. Tenía miedo de que si abría la boca comenzara a llorar.
-Papá... Gracias. Significa mucho para mí.
Su padre sonrió con tristeza, cerrando la puerta a su espalda.
Cuando llegó el momento de la despedida, Mike y su padre no lloraron, pero su madre y su hermana si derramaron abundantes lágrimas. Su madre intentaba secárselas con el delantal para que su hijo no las viera, todo lo contrario que la hermana pequeña, que abrazaba una de sus muñecas de peluche como si al apretarla contra su pecho pudiera lograr que su querido hermano se quedara junto a ellos. Mike abrazó a cada uno de los miembros de su familia, uno por uno, y cada uno de ellos le susurró algunas palabras al oído. Finalmente se separó de ellos.
-¡Volveré, ya veréis, y lo haré como un héroe!
Su madre sollozó aún más fuerte, pero su padre sonrió. Su hermana le dejó su muñeca, para que se acordara de ella, y él se la metió como pudo en el bolsillo del abrigo. Les dijo adiós con la mano mientras se alejaba.
-¡No te olvides de escribir!
Mike volvió la vista atrás. Dejaba todo lo que había conocido, su familia, sus amigos, su casa, su rancho, sus caballos... y se adentraba en un mundo nuevo y peligroso. Pero no dudó. Ése era su sueño, y lo cumpliría hasta el final. Ése era su camino, el que había elegido recorrer.

Al otro lado del océano, en Inglaterra, el sol apenas lograba asomarse un instante por entre las nubes, que parecían querer ahogarlo. Sobre las ventanas de la ciudad repiqueteaban las gotas de lluvia, incansables. Dos jóvenes estaban sentados sobre una cama, en silencio, mientras el sonido de la lluvia les adormecía. Finalmente uno de los jóvenes, un muchacho alto y delgado, de cabello negro, rompió el silencio.
-Deberíamos aceptar. Después de todo, nosotros somos voluntarios. Es normal que requieran nuestros servicios en la Francia Libre.
-Si... - La joven que lo acompañaba no parecía muy entusiasta. -Ahora me arrepiento... La guerra no es como creía, o mejor dicho, como mi padre me hizo creer que era.
-No podemos hacer nada, Barbara. Lo hecho, hecho está. Somos un equipo, ¿no? Siempre estaremos juntos. -Ray sonrió cálidamente a la muchacha.- Además, ¡no tengo nada que temer junto a una francotiradora tan buena como tú!
-No soy tan buena... -Dijo Barbara con modestia, sonrojándose.
-¡Sí que lo eres!
-¡No!
Ambos jóvenes comenzaron a pelearse, tirándose cojines el uno al otro, y riéndose a carcajadas. Era un alivio poder comportarse durante unos minutos como si la guerra no existiera, como si no tuviera nada que ver con ellos, y no pudiera afectarles en lo más mínimo, como si realmente tuvieran la edad que tenían. Ellos eran unos jóvenes a los que la guerra les había robado la juventud, obligándoles a comportarse como si de adultos se tratasen. Cumplían con su deber sin queja, pero de vez en cuando necesitaban volver a ser lo que eran, y sonreír sin trabas.  Ray y Bárbara.
En esos momentos estaban de permiso, pero esos días de felicidad y despreocupación no durarían mucho. Pronto deberían partir hacia la "Francia Libre" como apoyo inglés a los franceses en la lucha contra los alemanes. A pesar de su juventud, Barbara era una magnífica francotiradora, y Ray era su compañero de equipo, junto a otro miembro, que desgraciadamente había muerto en la última misión. Aparte de compañeros de equipo, Ray y Barbara eran amigos, casi como hermanos. Habían crecido puerta con puerta, y se habían alistado a la vez. Así que habían decidido pasar juntos el tiempo de permiso que habían obtenido tras su última misión, y curar sus heridas.
De pronto la puerta de la habitación se abrió de golpe, dejando entrar a un hombre imponente, alto, fuerte, tocado con un gran bigote y multitud de medallas que adornaban su gran pecho. Ellos dejaron inmediatamente todas las risas, acallados por la mirada de aquél hombre.
-Barbara, hija mía, a veces me pregunto si sabes quién eres, y cómo has de comportarte. .. No puedo permitir que te comportes como una niña siempre que me doy la vuelta. Estas tonterías...
-¡Papá!- Intentó acallarlo Barbara. Ray se revolvió incómodo.
Su padre los observó un momento con sus firmes ojos castaños, que había heredado su hija. Sin embargo, a diferencia de su padre, cuyos ojos eran fríos y duros como piedras, los ojos de Barbara eran cálidos y expresivos. Otra cosa que había heredado de su padre era su buena puntería. Desde pequeña él la había educado para eso, puesto que estaba decepcionado de no haber tenido un hijo varón. El padre de Barbara era un militar reconocido, de un cargo bastante importante, con multitud de condecoraciones obtenidas en la Gran Guerra, que al casarse con una damita inglesa de buena reputación había imaginado que tendría un primogénito fuerte y orgulloso como él mismo. Sin embargo, con el nacimiento de Barbara esos planes se vieron frustrados, ya que su madre murió al darle a luz. Puesto que ya no podía tener más hijos, instruyó a Barbara en el manejo de las armas de largo alcance, y así fue como su primogénita, fuerte y orgullosa, se convirtió en una de las mejores francotiradoras del ejército inglés.
–Muy bien. –Al hablar, su voz fue fría. - Tendríais que ir preparando las maletas, os vais en dos días.
Dicho esto se marchó.
Barbara suspiró, mirando tristemente hacia la ventana, desde la que se veía el cielo gris y plomizo que normalmente cubría Inglaterra. Ray se sentó junto a ella.
-Una cosa es segura. -Comentó con ligereza. -No echaré de menos el "apacible" clima inglés.
Barbara sonrió, un poco triste.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Capítulo 6: Acuerdos ilícitos y chantajes

Un hombre caminaba rápida y decididamente por el campo que los alemanes utilizaban de forma provisional como pista de despegue y aterrizaje para sus aviones. El mismo campo del que despegó el aeroplano con destino a Francia. Corriendo tras él una muchacha lo seguía como podía. Ambos vestían el uniforme alemán de las tropas de aire. La chica consiguió por fin alcanzar al joven pelirrojo y lo hizo detenerse, agarrándolo del brazo. Él se desasió bruscamente, casi golpeando por inercia a la joven. En medio de su rabia, no se percató de ello.

-¡Déjame Heidi! -él intentó seguir su camino, pero la muchacha no se lo permitió.

-Garin, tranquilízate, sé lo que quieres hacer, pero...

Garin tan sólo la apartó de su camino, sin escucharla. No tenía oídos para ella, ahora debía hablar con el alto mando. Cuando Garin se enfadaba todo lo demás pasaba a un segundo plano, la rabia lo cegaba y no le dejaba ser objetivo. Era como si en su interior se agazapara un monstruo dormido que tan sólo despertaba en contadas ocasiones, pero que cuando lo hacía su ansia de sangre no se calmaba hasta verse completamente satisfecha. La rabia le provocaba una brutal subida de adrenalina, le daba una fuerza mayor, pero también le cegaba y le impedía usar el sentido común. En multitud de ocasiones esa rabia le había provocado grandes problemas. Cuando despertaba, nada era más importante.

Heidi conocía esa parte de Garin, la había visto en un par de ocasiones, y era consciente de que cuando Garin perdía el control no pararía ante nada, pero aún así volvió a interponerse en su camino. No podía dejarle hablar con el Alto mando, no en las condiciones en las que Garin se encontraba. Sabía que lo más probable era que estallara y comenzara a gritar a sus superiores, lo que le costaría, si no la cárcel, la vida. No tendrían piedad con él, Garin ya era reincidente.

-¡Apártate!

-Garin, por favor, escúchame...-Le pidió Heidi, intentándolo de nuevo.

-¡No!- Rugió Garin, furioso. -¿Cómo se atreven? Ingrid... ¡ella no lo merecía! -Por primera vez Heidi se dio cuenta del dolor que sufría Garin. No sólo era rabia, sino también tristeza e impotencia. Y eso era algo que Heidi conocía bien.

Sin pensarlo previamente abrazó a Garin, intentando al mismo tiempo calmarlo y hacerle ver que ella estaba allí, que no estaba solo. No sabía los detalles de la misión de Ingrid, desconocía cuán peligrosa era, pero no podía ver así a Garin. 

Garin notaba los brazos de Heidi rodeándolo, intentando tranquilizarlo. Poco a poco la respiración de Garin se fue ralentizando, y la nube roja que empañaba su cerebro se disipó. Seguí enfadado, pero había logrado controlar la rabia. Al desaparecer la rabia, un nuevo sentimiento hizo acto de presencia en su corazón. La culpabilidad. 

Heidi notó como Garin se relajaba, y suspiró de alivio. Ahora tenía que ir a dar el parte de la misión, pero cuando miró a Garin a los ojos decidió no hacerlo. Había visto en ellos claramente que el joven necesitaba compañía, necesitaba desahogarse. No podía dejarlo solo. Lo soltó y con un gesto de cabeza lo invitó a acompañarla a algún sitio donde no fueran inoportunamente interrumpidos. Con gesto ausente, Garin la siguió.

Caminaron juntos en silencio. Heidi esperando que fuera Garin el que comenzara a hablar, Garin inmerso en sus pensamientos. Pronto Heidi se dio cuenta de que él no iba a hablar, así que decidió hacerlo ella.

-Garin... ¿Por qué estás tan preocupado por Ingrid? Es verdad que la misión tiene riesgo, pero es normal, estamos en guerra. Además Ingrid sabrá cuidarse...

-No es eso.

-¿Entonces?

Garin se sentó, sosteniéndose la cabeza con las manos.

-¡Es culpa mía que la hayan mandado a esa misión!

-¿Culpa tuya?- Se extrañó ella.- Y aunque lo fuera, ¿qué tan peligroso tiene esa misión que no tengan otras?

Garin levantó la cabeza y la miró con ojos vacíos. Su voz sonó fría cuando habló.

-Ingrid no es la primera espía que envían a ese establecimiento francés. Muchos otros espías han pasado antes, y todos han sido descubiertos. En lo que se refiere al espionaje, es el bastión más inexpugnable de todo el ejército francés. Alemania no tiene ningún espía en esa base. De un modo u otro, siempre son descubiertos.

Heidi no habló. Comenzaba a entender un poco los sentimientos de Garin. Tras unos segundos de silencio tan sólo estropeado por los apagados ruidos del aeródromo, Heidi preguntó:

-¿Por qué dices que es culpa tuya que la hayan mandado a ella?

-Lo es.

Heidi esperó a que Garin continuase hablando, pero no lo hizo. Heidi ya se daba por vencida cuando Garin habló de nuevo, con su voz del todo inexpresiva.

-Desde que éramos pequeños, a Ingrid siempre se le han dado bien los idiomas. Se podría decir que habla francés a la perfección, sin acento alemán, y domina bastante bien el inglés. Podría haber tenido un gran futuro como intérprete en el ejército, pero a ella no le interesaba la guerra. Yo, por mi parte, me dediqué a la aviación, y pronto fui el mejor piloto de mi categoría. Finalmente, mi hermano mayor, Hans...

Heidi lo miró fijamente, interesada. Ignoraba que su compañero tuviera un hermano mayor. Después de una pausa, Garin continuó.

-Nuestra madre murió al nacer yo, y nuestro padre era un alto cargo en la política de Hitler. No nos hacía mucho caso. Hace algunos años él y yo tuvimos una pelea y como resultado me fui a vivir con mi hermano Hans, un par de años mayor que yo. Ingrid en aquella época estaba intentando estudiar en una ciudad vecina, aunque ya sabes que no es fácil para una mujer. Kinder, kirche, küche... esas tres palabras salidas de los labios del Furher le cerraron muchas puertas. -Hubo una pausa. Garin estaba absorto en sus recuerdos. Pero continuó.

- Así que me fui a vivir con Hans. Si todo hubiera quedado así, no habría surgido ningún problema. Yo hubiera seguido mi carrera militar y con toda seguridad me habría ganado el puesto del mejor piloto del ejército alemán, pero no fue así. La realidad era otra bien distinta. Cuando fui a vivir con Hans, descubrí que no vivía solo. Bajo su techo se resguardaban una familia de judíos.

Heidi contuvo el aliento mientras Garin seguía con su narración, indiferente, como si le hubiera ocurrido a otra persona.

-Hans me los presentó. Ellos me miraban como si fuera un ogro capaz de destruirlos, y tenían razón, podría haberlos denunciado y ellos habrían sido llevados a un campo de concentración. Pero no lo hice. Simplemente les estreché la mano, pálida por la falta de sol, y ellos me sonrieron. Me enteré que Hans los estaba escondiendo desde hacía meses. El padre de familia me habló de que su negocio (una librería) había sido boicoteado y destrozado por los jóvenes alemanes de las "Juventudes Hitlerianas". -Garin escupió el nombre como si se tratara de una serpiente capaz de envenenarle la boca.- Desde la noche de los cristales rotos la familia vivía con un miedo atroz a los nazis. Hans no me contó cómo los había conocido ni porqué los había acogido, pero lo comprendí perfectamente, y yo también me comprometí a guardar el secreto.
Una sombra de dolor y rabia cruzó por el semblante de Garin. La historia acababa mal.

-Pero esa situación no duró mucho. Un día llegué a casa tras la entrega de una medalla y me encontré todo vacío. Estaba tan contento, tan orgulloso... Cuán ingenuo era. No había ni rastro de Hans, ni de la familia judía. En la casa se notaban signos de lucha. Al comprender lo que había sucedido... me volví loco. Fui a la comisaría, pero no me quisieron decir nada. Los vecinos me cerraban la puerta y no respondían a mis preguntas. Finalmente, cuando ya no se me ocurría que hacer, decidí ir a ver a mi padre, él si sabría que había pasado. Pero no llegué a ninguna parte. Unos hombres que supuse miembros de la GESTAPO me detuvieron y me llevaron a una especie de sala de interrogatorios. Yo grité e intenté desasirme, pero nada pude hacer, eran demasiados. En la sala un hombre intentó hablar conmigo. Yo me negué a contestar hasta saber que había sido de mi hermano. Y ese hombre me lo explicó todo, disfrutando con cada palabra. Mi hermano había sido delatado. La GESTAPO había recibido un soplo y aparecieron en su casa para investigar, descubriendo entonces a los judíos. Inmediatamente se procedió a su detención. Hans se resistió, pero ellos no dudaron en dejarlo inconsciente a golpes. La sangre se me subió a la cabeza al oír eso, pero las ataduras que me amarraban a la silla me impidieron darle su merecido a ese saukerl. El hombre rió y dijo con un tono burlón: "me avisaron de que eras como un animal salvaje, hice bien en atarte a la silla". Comprendí entonces quien había dado el soplo a la policía secreta. Alguien lo suficientemente influyente entre las SS como para hablar con ellos y conseguir que la GESTAPO registrara la casa de un alemán como mi hermano, de pura sangre aria. Alguien que me conocía bien. Mi padre.

Garin calló. Heidi estaba horrorizada. Desconocía la historia de Garin, nunca se la había confiado, pero ahora lo estaba haciendo. Se sentía orgullosa de ello, pero tampoco sabía muy bien qué decir o qué hacer para demostrarle que había hecho bien en contárselo. Así que hizo lo único que se le ocurrió. Le pasó los brazos por la cintura y se acurrucó junto a él, entre sus brazos. Eso pareció darle fuerzas, porque siguió con su relato.

-Pero el hombre no me había llevado hasta allí sólo para decirme eso. Quería hacer un trato. Como culpables que éramos Hans y yo, debíamos ser encerrados de por vida o ejecutados, pero yo era demasiado valioso como para deshacerse de mí así como así. Me ofrecían la libertad en lugar de la muerte si ingresaba como piloto en el ejército alemán y me sometía a su control. Me negué. No sé muy bien por qué lo hice, tal vez fuera porque me olía gato encerrado, tal vez porque de Hans no habían dicho nada... El caso es que al final dio igual. Apresaron a Ingrid, a pesar de que ella no sabía nada sobre los judíos, y la obligaron a ingresar en el ejército como espía (debido a su increíble destreza con los idiomas) a cambio de mi libertad y mi vida, y a mi me hicieron lo mismo, ingresar en el ejército a cambio de la libertad de Ingrid, con la vida de Hans como garantía para ambos. Es por eso por lo que me siento culpable, si yo no le hubiera dicho a mi padre que me iba a vivir con Hans, él nunca nos habría delatado, e Ingrid nunca se habría visto forzada a ser utilizada como espía en una guerra que no desea.

Heidi simplemente lo abrazó con fuerza, intentando expresarle mediante ese gesto todo lo que no era capaz de decirle con palabras. Garin miraba al infinito, con la mente en otro lugar. Con la cara apretada contra la áspera tela de su uniforme, Heidi pensó que Garin, el cual nunca quiso luchar en la guerra, había quedado determinado por lo que su nombre significaba. Era un guerrero.