Un puñetazo dirigido a su mandíbula la hizo tambalearse, pero no cayó al suelo, puesto que sus manos estaban fuertemente atadas a una cuerda amarrada a una argolla que pendía del techo. Su cuerpo casi escuálido se balanceó de una lado a otro, como una muñeca desmadejada. Escupió la sangre que llenaba su boca, manchando las baldosas blancas de su prisión. Le había roto el labio. El francés la agarró con fuerza por el cabello, obligándola a mirarle a los ojos. Lise le devolvió la mirada, orgullosa, sin una súplica. Habían sido años de costumbre, de orgullo familiar mal entendido, y eso deja una huella, reacia a desaparecer incluso en momentos como ése.
Jean rugió furioso y golpeó la cabeza de la chica contra la pared, logrando abrirle una brecha enorme en la frente, de la que comenzó a manar sangre. Quería que llorara, que suplicara por su vida. Para él no había nada más placentero que oír la voz de un prisionero rogando misericordia. Pero aquella chica…
Lise sacudió la cabeza, aturdida, e intentó limpiarse con un brazo la sangre rojo oscuro que resbalaba desde su frente hasta su cara. A pesar del lacerante dolor que sentía y de la posibilidad de morir desangrada, la joven no suplicó. No le daría esa satisfacción.
Jean golpeó de nuevo a Lise, esta vez en el estómago. Ella gimió por el dolor y se encogió sobre sí misma, intentando proteger al bebé. Jean sonrió y le pegó una patada, logrando que Lise gritase.
-¡Basta! ¡Estoy embarazada, vas a matarlo! –Lise ya no sabía qué hacer.
Ahora no era ella, era su hijo. Tan sólo era una enfermera, no sabía nada de las estrategias del ejército alemán, no había ninguna información que pudiera darles. No tendrían que estar torturándola, poniendo en peligro la vida de su bebé.
–Haz lo que quieras… Pero no me des en el estómago… Por favor. –suplicó la joven.
Las lágrimas corrían por el pálido rostro de la muchacha, que ya no podía contenerse. Le habían mantenido sin comer ni beber durante un día entero, metida en una celda fría, vestida tan sólo con harapos, y ahora la sometían a tortura… Su resistencia se quebró como el cristal más frágil.
Jean sonrió exultante. Al principio, torturar a aquella cerda alemana, le había resultado frustrante, pero ya parecía volver todo a la normalidad. Tal vez debería hacerle caso y no darle en el estómago, así la tortura se haría más larga y satisfactoria.
De un solo tirón rasgó las vestiduras de la chica, dejándole su pálida espalda al descubierto. Se veía tan blanca, tan pura, tan cremosa… Con una sonrisa sádica acarició con un dedo esa piel tan perfecta. Lise se estremeció, sabiendo lo que le esperaba. Apretó los dientes y cerró los ojos mientras Jean se quitaba el cinturón. El francés alzó el brazo y lo descargó con fuerza sobre ella.
Rojo sobre blanco, sangre y lágrimas. Jean se excitó como nunca le había ocurrido mientras flagelaba con crueldad a Lise. No lo hacía porque sospechara que fuera una espía alemana, ni siquiera porque fuera enemiga. Simplemente disfrutaba demostrando su poder sobre ella. Se deleitaba viéndola estremecerse bajo cada golpe que él le propinaba, se recreaba con la imagen de la antes orgullosa muchacha, ahora derrotada bajo sus latigazos.
Pronto la espalda de Lise se llenó de surcos sangrientos. Pero no era suficiente. Jean quería causarle el máximo daño posible, quería ver la sangre surgir. Se colocó delante de Lise, que ya prácticamente estaba inconsciente. Tenía que hacerlo rápido, antes de que perdiera la consciencia. El puño de Jean se hundió en el vientre de Lise, provocándole un dolor insospechado.
-¡No! –Jadeó ella. El golpe le había dolido en lo más hondo. Cuando el francés le azotaba tan sólo el convencimiento que dejaría en paz a su bebé le había ayudado a seguir. Y ahora… ¡Todo había sido en vano!
-¡No! ¡No! ¡Mi bebé! –Lise gritaba y lloraba mientras los puños de Jean golpeaban una y otra vez su estómago. Ya no había salida… Moriría en aquella lúgubre sala. La sangre comenzaba a derramarse por sus piernas, como un terrible aviso.
De pronto se abrió la puerta y entraron dos hombres uniformados. Al verlos Jean detuvo un momento su avalancha de puñetazos, pero continuó agarrando a Lise con fuerza del brazo, clavándole los dedos en su carne.
-¿Qué significa esto? –preguntó una voz de hombre, con evidente autoridad.
-Es una prisionera alemana, la estaba interrogando, señor.
-¿Está torturando a una mujer embarazada?- Aquel hombre clavó sus penetrantes ojos oscuros en Jean.
Lise levantó la cabeza, intentando ver algo a través de la nube rojiza que empañaba su vista. El hombre que hablaba era moreno, alto, pelo recogido en una coleta, botas brillantes… No pudo distinguir nada más, lo veía todo borroso. De todas formas, ¿qué importaba eso? Ya iba a morir, lo tenía asumido. Nada podía salvarla.
-Esta mujer no es una espía alemana, no tenemos porqué torturarla. Además, va en contra de mi política torturar a mujeres embarazadas. Es repugnante. ¿Acaso usted carece de moral? –preguntó, mirando asqueado a Jean, que no contestó. –Marco, encárgate de la chica.
Marco, el otro hombre que había entrado en la habitación, se acercó a Lise y comenzó a desatarle las muñecas. Jean, al verlo, exclamó.
-¡Qué hace! ¡Es una alemana! Deberíamos azotarla hasta que muera como la cerda que es.
Hubo un silencio mientras los hombres se observaban. Finalmente el que parecía tener el mando habló. Su voz fue fría.
-Jean Galliard, te prohíbo que vuelvas a tocar a esta mujer. Estemos o no en guerra, las personas siguen siendo personas, y tienen la misma dignidad, sean del bando que sean. No permitiré que mates a un niño inocente que ni siquiera ha visto la luz del sol. Hacerlo sería rebajarme al nivel de un animal, y eso nunca ocurrirá. Desde este momento la prisionera es responsabilidad mía. ¿Queda claro?
Jean asintió bruscamente con la cabeza. Por mucho que le costara admitirlo, Jeròme Moreau seguía siendo su superior.
-¡A sus órdenes señor!
-Ahora salga de aquí. –Jeròme esperó pacientemente a que Jean desapareciera de la habitación.
El francés los miró durante unos segundos con el rencor reflejado en la cara, pero finalmente salió de la sala murmurando algo que sonó como: “Esto no quedará así”. Jeròme ni se inmutó.
Una vez que Jean hubo cerrado la puerta tras él Jeròme se dirigió a Marco.
-¿Cómo está?
Marco lo miró con la impotencia reflejada en sus ojos. Había desatado a Lise, que ya no tenía fuerzas ni para mantenerse en pie sin ayuda, y ahora la sostenía como podía.
-No muy bien… Lo mejor será que me la lleve al hospital. ¿Te parece bien Jeròme?
Jeròme lo pensó durante unos segundos, y entonces asintió. Marco la tomó delicadamente en brazos y la sacó de la habitación. Jeròme se quedó solo, acompañado tan sólo de su reflejo en las baldosas manchadas de sangre.
Que bajo ha caído el ejército francés. Manchas como las producidas por la sangre de esta muchacha nos perseguirán siempre. Una sola acción ha destrozado tantos años de lucha por la libertad… El hombre es un ser problemático.
