domingo, 13 de marzo de 2011

Capítulo 3: Interrogatorio

Jean sonrió, y su sonrisa fue malvada, torcida y sucia. La chica se estremeció entera. Sabía lo que vendría ahora. De poco le valía suplicar o llorar, en los ojos del hombre veía claramente su resolución. Él lo llevaría hasta el final y además disfrutaría haciéndolo. A pesar de haberse prometido a sí misma no llorar, una lágrima rodó por su mejilla. No por ella, sino por la criatura que llevaba en su vientre, ¡tan pequeña aún! ¡Tan inocente!

Un puñetazo dirigido a su mandíbula la hizo tambalearse, pero no cayó al suelo, puesto que sus manos estaban fuertemente atadas a una cuerda amarrada a una argolla que pendía del techo. Su cuerpo casi escuálido se balanceó de una lado a otro, como una muñeca desmadejada. Escupió la sangre que llenaba su boca, manchando las baldosas blancas de su prisión. Le había roto el labio. El francés la agarró con fuerza por el cabello, obligándola a mirarle a los ojos. Lise le devolvió la mirada, orgullosa, sin una súplica. Habían sido años de costumbre, de orgullo familiar mal entendido, y eso deja una huella, reacia a desaparecer incluso en momentos como ése.

Jean rugió furioso y golpeó la cabeza de la chica contra la pared, logrando abrirle una brecha enorme en la frente, de la que comenzó a manar sangre. Quería que llorara, que suplicara por su vida. Para él no había nada más placentero que oír la voz de un prisionero rogando misericordia. Pero aquella chica…

Lise sacudió la cabeza, aturdida, e intentó limpiarse con un brazo la sangre rojo oscuro que resbalaba desde su frente hasta su cara. A pesar del lacerante dolor que sentía y de la posibilidad de morir desangrada, la joven no suplicó. No le daría esa satisfacción.

Jean golpeó de nuevo a Lise, esta vez en el estómago. Ella gimió por el dolor y se encogió sobre sí misma, intentando proteger al bebé. Jean sonrió y le pegó una patada, logrando que Lise gritase.

-¡Basta! ¡Estoy embarazada, vas a matarlo! –Lise ya no sabía qué hacer.

Ahora no era ella, era su hijo. Tan sólo era una enfermera, no sabía nada de las estrategias del ejército alemán, no había ninguna información que pudiera darles. No tendrían que estar torturándola, poniendo en peligro la vida de su bebé.

–Haz lo que quieras… Pero no me des en el estómago… Por favor. –suplicó la joven.

Las lágrimas corrían por el pálido rostro de la muchacha, que ya no podía contenerse. Le habían mantenido sin comer ni beber durante un día entero, metida en una celda fría, vestida tan sólo con harapos, y ahora la sometían a tortura… Su resistencia se quebró como el cristal más frágil.

Jean sonrió exultante. Al principio, torturar a aquella cerda alemana, le había resultado frustrante, pero ya parecía volver todo a la normalidad. Tal vez debería hacerle caso y no darle en el estómago, así la tortura se haría más larga y satisfactoria.

De un solo tirón rasgó las vestiduras de la chica, dejándole su pálida espalda al descubierto. Se veía tan blanca, tan pura, tan cremosa… Con una sonrisa sádica acarició con un dedo esa piel tan perfecta. Lise se estremeció, sabiendo lo que le esperaba. Apretó los dientes y cerró los ojos mientras Jean se quitaba el cinturón. El francés alzó el brazo y lo descargó con fuerza sobre ella.

Rojo sobre blanco, sangre y lágrimas. Jean se excitó como nunca le había ocurrido mientras flagelaba con crueldad a Lise. No lo hacía porque sospechara que fuera una espía alemana, ni siquiera porque fuera enemiga. Simplemente disfrutaba demostrando su poder sobre ella. Se deleitaba viéndola estremecerse bajo cada golpe que él le propinaba, se recreaba con la imagen de la antes orgullosa muchacha, ahora derrotada bajo sus latigazos.
Pronto la espalda de Lise se llenó de surcos sangrientos. Pero no era suficiente. Jean quería causarle el máximo daño posible, quería ver la sangre surgir. Se colocó delante de Lise, que ya prácticamente estaba inconsciente. Tenía que hacerlo rápido, antes de que perdiera la consciencia. El puño de Jean se hundió en el vientre de Lise, provocándole un dolor insospechado.

-¡No! –Jadeó ella. El golpe le había dolido en lo más hondo. Cuando el francés le azotaba tan sólo el convencimiento que dejaría en paz a su bebé le había ayudado a seguir. Y ahora… ¡Todo había sido en vano!

-¡No! ¡No! ¡Mi bebé! –Lise gritaba y lloraba mientras los puños de Jean golpeaban una y otra vez su estómago. Ya no había salida… Moriría en aquella lúgubre sala. La sangre comenzaba a derramarse por sus piernas, como un terrible aviso.

De pronto se abrió la puerta y entraron dos hombres uniformados. Al verlos Jean detuvo un momento su avalancha de puñetazos, pero continuó agarrando a Lise con fuerza del brazo, clavándole los dedos en su carne.

-¿Qué significa esto? –preguntó una voz de hombre, con evidente autoridad.

-Es una prisionera alemana, la estaba interrogando, señor.

-¿Está torturando a una mujer embarazada?- Aquel hombre clavó sus penetrantes ojos oscuros en Jean.

Lise levantó la cabeza, intentando ver algo a través de la nube rojiza que empañaba su vista. El hombre que hablaba era moreno, alto, pelo recogido en una coleta, botas brillantes… No pudo distinguir nada más, lo veía todo borroso. De todas formas, ¿qué importaba eso? Ya iba a morir, lo tenía asumido. Nada podía salvarla.

-Esta mujer no es una espía alemana, no tenemos porqué torturarla. Además, va en contra de mi política torturar a mujeres embarazadas. Es repugnante. ¿Acaso usted carece de moral? –preguntó, mirando asqueado a Jean, que no contestó. –Marco, encárgate de la chica.

Marco, el otro hombre que había entrado en la habitación, se acercó a Lise y comenzó a desatarle las muñecas. Jean, al verlo, exclamó.

-¡Qué hace! ¡Es una alemana! Deberíamos azotarla hasta que muera como la cerda que es.

Hubo un silencio mientras los hombres se observaban. Finalmente el que parecía tener el mando habló. Su voz fue fría.

-Jean Galliard, te prohíbo que vuelvas a tocar a esta mujer. Estemos o no en guerra, las personas siguen siendo personas, y tienen la misma dignidad, sean del bando que sean. No permitiré que mates a un niño inocente que ni siquiera ha visto la luz del sol. Hacerlo sería rebajarme al nivel de un animal, y eso nunca ocurrirá. Desde este momento la prisionera es responsabilidad mía. ¿Queda claro?

Jean asintió bruscamente con la cabeza. Por mucho que le costara admitirlo, Jeròme Moreau seguía siendo su superior.

-¡A sus órdenes señor!

-Ahora salga de aquí. –Jeròme esperó pacientemente a que Jean desapareciera de la habitación.

El francés los miró durante unos segundos con el rencor reflejado en la cara, pero finalmente salió de la sala murmurando algo que sonó como: “Esto no quedará así”. Jeròme ni se inmutó.

Una vez que Jean hubo cerrado la puerta tras él Jeròme se dirigió a Marco.

-¿Cómo está?

Marco lo miró con la impotencia reflejada en sus ojos. Había desatado a Lise, que ya no tenía fuerzas ni para mantenerse en pie sin ayuda, y ahora la sostenía como podía.

-No muy bien… Lo mejor será que me la lleve al hospital. ¿Te parece bien Jeròme?

Jeròme lo pensó durante unos segundos, y entonces asintió. Marco la tomó delicadamente en brazos y la sacó de la habitación. Jeròme se quedó solo, acompañado tan sólo de su reflejo en las baldosas manchadas de sangre.

Que bajo ha caído el ejército francés. Manchas como las producidas por la sangre de esta muchacha nos perseguirán siempre. Una sola acción ha destrozado tantos años de lucha por la libertad… El hombre es un ser problemático.



domingo, 6 de marzo de 2011

Capítulo 2. Punto de encuentro: L´ Eglise Notre-Dame de la lune et du soleil


 

Tenía  que irse de allí. Había conseguido aterrizar sin problemas en suelo francés, pero los soldados todavía andaban cerca. Probablemente sospecharían que del avión alemán había sido lanzado algo o alguien, así que harían batidas para reconocer la zona. O al menos eso es lo que haría ella. Lo mejor sería que se alejara lo más rápidamente posible, antes de que les diera tiempo a organizarse. Tenía los dedos entumecidos por el frío, pero logró arrancarse las correas del paracaídas y lo escondió entre unos arbustos, confiando en que lo profundo de la noche y el color de la tela lo ayudarían a camuflarse. Cuanto más tardaran en encontrarlo, mejor para ella y su misión.

Caminó durante horas en la oscuridad, corriendo incluso, esquivando como podía los accidentes del terreno. Dejó de contar las veces que se calló en zanjas o tropezó con piedras inoportunamente colocadas. Le sangraban las manos. Hacia las seis de la mañana el camino comenzó a iluminarse e Ingrid se detuvo para intentar averiguar su posición y recuperar el aliento. Comprobó el mapa que llevaba en uno de sus muchos bolsillos. Sí, no estaba lejos del punto de encuentro. Tan sólo un par de kilómetros más. El aire se atascaba en sus pulmones, apenas podía respirar. Sentía una dolorosa punzada en el costado. Pero no podía parar. Estaba sola en un país hostil, y su única solución era encontrar cuanto antes el punto de reunión. Mientras corría, palabras de aliento se escapaban entrecortadas de entre sus labios resecos.

Ánimo Ingrid… Sabes por qué lo haces. Un último esfuerzo.

 

La iglesia era muy pequeña, y estaba parcialmente derruida. El tejado prácticamente había desaparecido, y tan sólo las paredes se mantenían en pie. Las vidrieras de las ventanas estaban rotas y quedaban pocas de las baldosas que antaño habrían cubierto el suelo. De todos modos, a Ingrid le pareció hermosa, a su manera. Se adecentó como pudo, sacó un pañuelo de color claro y se lo anudó al cuello, para que el contacto pudiera reconocerla. Estaba preparada.

Con la mano colocada encima del bolsillo donde guardaba la pistola, por si acaso era una emboscada, entró en la iglesia. Al parecer estaba vacía. Los brillantes rayos del amanecer entraban por las ventanas sin cristales e iluminaban con una luz un tanto fantasmagórica el interior de la iglesia. ¿Habría llegado demasiado pronto?

Oyó un chasquido. Ingrid se dio giró bruscamente casi por inercia, sacando su pistola. Reconocería ese chasquido entre mil; era el sonido de un arma al quitarle el seguro. En la entrada de la Iglesia había un hombre, apuntándola con una pistola. Hubo un momento de silencio, durante el cual se observaron mutuamente, sin apartar las armas dirigidas cada una al pecho del otro. Entonces Ingrid lo reconoció. Era el hombre de la fotografía. Se fijó en su muñeca izquierda y vio que llevaba un pañuelo anudado. Bajó la pistola. El hombre la observó unos segundos más y sólo entonces apartó su arma también.

-¿Ingrid Kohlheim?-preguntó con una voz fría y metálica, que a Ingrid le pareció vacía de sentimientos.

-Sí. –asintió ella. –¿Eres tú la persona con la que debía encontrarme aquí?

-Sí. –Ingrid esperó a que añadiera algo más, pero él permaneció callado. –¿Tu nombre es…?

El joven dudó un segundo, como si no se fiara de ella, pero finalmente lo dijo.

-Damien Marchant.

Ella dudó que ese fuera su nombre real, pero lo aceptó como válido.

-Encantada, Marchant. –Damien no dijo nada.

Ingrid lo observó detenidamente. Cabello oscuro con un curioso reflejo azulado, piel muy pálida, anémica, sin una sombra de sangre que coloreara sus mejillas, ojos profundos… Muy atractivo, pero también la indiferencia y frialdad en persona.

-Aquí no debemos hablar, no estamos seguros. Te llevaré a mi casa. Pero antes debes cambiarte… Toma. –Le lanzó un fardo de ropa que Ingrid atrapó al vuelo.

Damien tenía razón, con la ropa que llevaba cualquiera que supiera algo de la guerra podría averiguar que era una soldado alemán. Ingrid buscó un sitio para cambiarse, donde no sintiera la fría mirada de Damien clavada en ella. En uno de los lados de la nave de la iglesia distinguió una pequeña capilla. Como el resto de la iglesia, estaba prácticamente derruida, pero le serviría. De la pared exterior no quedaba nada, por lo que Ingrid podía ver perfectamente la somnolienta campiña francesa. Entró y comenzó a desnudarse. Dejó la pistola, desabrochó los botones de la chaleco con una rapidez militar y se quitó el pantalón de una patada. Observó con curiosidad la ropa que Damien le había dejado. Un vestido de color azul pálido, la manga hasta el codo. Lo estaba extendiendo para ver el largo cuando oyó una exclamación ahogada. Se dio la vuelta bruscamente.

Fuera de la capilla, en el campo que rodeaba la iglesia, un hombre la miraba con los ojos como platos. La mente de Ingrid tardó un segundo en darse cuenta de su situación. Vestida  con tan sólo la ropa interior, en medio de la campiña francesa. El hombre abrió la boca para decir algo, pero no pudo acabar. Se oyó un disparo y el francés se llevó las manos al pecho, que comenzó a teñirse de rojo. Todavía mirándola y con una muda pregunta en los labios, se desplomó para no volver a levantarse.

Damien guardó el arma con la que había matado al francés sin una sola palabra y se dispuso a irse. Ingrid corrió hacia él y le agarró del brazo, obligándolo a darse la vuelta.

-¿Por qué lo has hecho? ¡Era tan sólo un civil!

-Estamos en guerra, y él era un francés que podría estropear nuestros planes. –Contestó Damien, indiferente.

-¡Pero él no había visto nada que nos comprometiera! ¡Tan sólo era un hombre que pasaba por aquí y sin querer me vio cambiándome!

Damien se acercó a ella, que de pronto se dio cuenta de que todavía seguía en ropa interior, pero no retrocedió, sino que lo miró fijamente.

-Eres una niña. Déjate de historias. Si has de matar, mata. Como espía, tu deber es desconfiar de todo. Si no lo haces, morirás sin cumplir tu misión. –Dicho esto se fue, dejándola sola.

Terminó lo más rápido que pudo de vestirse, mientras pensaba en lo que acababa de suceder. No podía creerlo. Ese hombre, ese campesino, no tenía culpa de nada, había muerto por cruzarse con la persona equivocada. Ella lo habría solucionado de otro modo, nunca tomaba la vida de alguien a menos que fuera necesario… Creía en la importancia de la vida de la persona, y se resistía a creer que alguien pudiera matar tan fríamente. Se recogió el pelo en un moño alto dejando algunos mechones al aire, al estilo de las mujeres francesas, y se puso los zapatos, que le venían un poco grandes.

Salió de la capilla para encontrarse con Damien, que la esperaba apoyado en el capó de un coche. Al verla se montó inmediatamente y ella le siguió. No quería quedarse mucho tiempo en esa iglesia. El coche arrancó fácilmente.

-¿Qué has hecho con el cuerpo?- Preguntó Ingrid sin saber si realmente quería oír la respuesta, mientras el coche atravesaba el campo, buscando una carretera.

-Lo he escondido. Para cuando lo encuentren, si es que lo hacen, nosotros ya estaremos lejos de aquí.

Ingrid apoyó el brazo en la ventanilla bajada, dejando que el viento le diera en la cara, mientras veía los árboles pasar. Un comienzo magnífico para su misión.

Lo hago por ti…


sábado, 5 de marzo de 2011

Capítulo 1: Martes, 5 de octubre, 1943


Era noche profunda y la luna creciente apenas lograba iluminar el cielo con su desvaída luz plateada. Los primeros fríos de invierno habían hecho acto de presencia la semana anterior, y la niebla los acompañaba cual fiel compañera, cubriéndolo todo.

La figura de varios aviones se recortaba en la oscuridad y, a pesar de lo tardío de la hora, en aquel aeródromo todavía se distinguían las tenues sombras de varias personas trajinando entre los aeroplanos. De cuando en cuando un foco de luz blanca barría todo el lugar, buscando cualquier anomalía, por pequeña que fuera, con la sirena de alarma siempre a punto. Toda precaución es poca cuando se está en guerra con medio mundo.

En uno de esos “escáners”, el foco iluminó brevemente a dos personas que hablaban en voz baja junto a un pequeño Fieseler Fi 156 Störch, avión usado especialmente para misiones de reconocimiento y comunicaciones entre las líneas.
–Ya sabe lo que tiene que hacer. –Decía un hombre a su acompañante. Su voz era enérgica y autoritaria, áspera. Se notaba que estaba acostumbrado a mandar y a ser obedecido.
–¡Sí, señor! – La voz que respondió era de mujer.
–¡Ausgezeichnet! Allí la estará esperando uno de los nuestros. Se reunirá con él y así podrá informarle de los detalles más prácticos de la misión.
–¿Cómo lo reconoceré señor?
–Es hombre, de ojos y pelo negro, piel pálida. Aquí tiene una foto. – Le alargó un papel.
Ingrid, observó atentamente la imagen, intentando memorizar los rasgos del hombre, sorprendentemente joven, allí fotografiado, puesto que no podía llevársela consigo. Si lo hacía y luego la atrapaban…La tortura no era ninguna broma. Ingrid prefirió no pensar en esa posibilidad. Respirando hondo, intentó convencerse a sí misma. 

Ingrid, concéntrate en el momento, aquí y ahora. Ya lo sabes, “El pasado ya no está y el futuro está muy lejos”… No te disperses.

Devolvió la fotografía. El oficial alemán continuó hablando, impasible.

–De cualquier modo, para facilitar el encuentro y evitar confusiones, hemos dispuesto un punto de contacto, os reuniréis ambos en una pequeña iglesia abandonada en medio de una campiña. Además, el contacto llevará un pañuelo atado a la muñeca. Lleve usted uno al cuello, así él la reconocerá.

–¡Sí, señor! –respondió Ingrid militarmente.

–Si no tiene ninguna pregunta más, suba al avión. La están esperando.

Y sin más palabras, sin ningún gesto de despedida hacia su tierra, a la que tal vez nunca volvería a ver, Ingrid subió al avión. 

Dentro, un joven con el pelo de un rojo tan furioso que destacaba en la tenue y grisácea luz que apenas iluminaba el avión, controlaba los mandos. La mirada fija en ellos y el ceño fruncido. Junto a él se sentaba la copiloto, que se encargaba de la radio y otras cuestiones técnicas. No tendría ni veinte años. Ingrid se sentó en la parte de atrás, agarrada a las correas de sujeción. Era el único sitio que quedaba libre, el avión era muy pequeño y no estaba preparado para transportar pasajeros.

-Ya podemos despegar, Garin.

Él aludido no respondió, simplemente accionó un par de botones y aferró los mandos. El avión dio una brusca sacudida y salió disparado hacia delante. Ingrid y la otra chica se agarraron donde pudieron, conscientes de que tal vez no lo lograrían. No era frecuente, pero siempre existía la posibilidad de acabar estampados contra el suelo, los sistemas de aviación eran relativamente modernos y pilotar todavía era un trabajo peligroso. El motor del avión parecía rugir en el silencio de la noche, pero finalmente se elevó y voló sobre los terrenos conquistados por Alemania, atravesando el oscuro cielo, rumbo a la frontera francesa.

El vuelo duró unas cuatro horas, cuatro horas de silencio. Garin manejaba los mandos con seguridad, no en vano era el mejor piloto de su promoción, pero se mantenía callado y taciturno. Sentía como si estuviera conduciendo a su hermana al matadero. Pero no tenía opción. Apretó los dientes con fuerza. 

Maldito alto mando… Ingrid no saldrá viva de esta. 

Notó como una pequeña mano de dedos fríos se apoyaba en su brazo, intentando confortarlo. Heidi, la joven copiloto, tan sólo lo miró, comprendiendo lo que sentía. Ella había perdido toda su familia en la primera Gran Guerra, y ahora, aunque era lo último que deseaba, estaba metida de lleno en la Segunda. Pero si las armas eran el único modo de defender a su país y todo lo que quería… que así fuera.

De pronto se oyó un estruendo. Con los ojos entornados por la concentración y las manos crispadas, Garin viró bruscamente, intentando esquivar los cañonazos. El anterior silencio había desaparecido, sustituido ahora por el estampido producido por los cañones. 

-¡Nos han descubierto!

-¡Premio por constatar lo evidente!-gruñó Garin por toda respuesta, sin apartar la mirada de sus manos, aferradas al control.

-¡Tenemos que aguantar un poco más, todavía no estamos lo suficientemente cerca del punto de encuentro! –intervino Heidi, también gritando. Nadie sabe por qué, pero en momentos de tensión todo parece que saldrá mejor si en lugar de hablar, gritas. – ¡Prepárate Ingrid!

Ingrid ajustó las correas del paracaídas que se ceñían entorno a su cuerpo, comprobándolas. 

-¡Estoy lista!

-¡Todavía no! ¡Garin!

-¡Hago lo que puedo!-protestó el pelirrojo mientras con un looping intentaba no ofrecer un blanco fácil al enemigo. Ingrid chocó contra la pared del avión.

–¡No duraremos mucho más! ¡Me bajo aquí! ¡Vuelve a Alemania!-decidió la soldado, abriendo la puerta. 

-¡Espera, Ingrid! ¡Esto no es un tranvía del que puedas…! –Garin intentó detenerla, pero ella ya había saltado a tierra enemiga.

-¡Ingrid!

Garin y Heidi la buscaron con la mirada, pero el cielo estaba todavía muy oscuro. Además, los aleatorios focos franceses que barrían el cielo intentando encontrarlos nuevamente impedían ver nada en la profunda negrura. Faltaban tres horas para el amanecer y no pudieron distinguir nada. 

Tras el salto de su hermana, Garin parecía que se había quedado sin fuerzas. Ingrid… no volvería a verla. En su interior, el resentimiento, ya presente, crecía y se enroscaba en torno a su corazón. 

Una bala de cañón pasó rozando el Fieseler, que se estremeció entero. Heidi gritó y al oírla, Garin volvió a la realidad. Heidi no debía morir. No había conseguido salvar a sus hermanos, pero salvar a Heidi estaba en sus manos. Agarró los mandos y enderezó el avión, elevándose como un sacacorchos, para luego bajar bruscamente. Un rizo, y otro, para despistar. Cualquier copiloto se habría mareado, pero Heidi no lo hizo. Estaba más que acostumbrada a volar junto a Garin. Finalmente, con un último looping, desaparecieron del radio de alcance de los franceses.

–Voy a dar parte de la misión. –comentó Heidi en voz baja cuando el avión se hubo estabilizado. No era necesario decirlo, pues era el procedimiento habitual, mas ella lo creyó necesario en aquel momento. Necesitaba, más por ella misma que por Garin, que alguien hablara para eliminar la amarga sensación que se había establecido en el ambiente. Encendió la radio y se colocó el aparato.

–¿Terminal? ¿Terminal? Aquí Heidi, desde el Rabe schwarz. ¿Me reciben? Cambio.

-Aquí terminal, le recibo. Cambio.

-Procedo a referir el informe de la misión. Cambio.

-Le escucho. Cambio.

-Vuelo estable sin problemas hasta la llegada a Francia. Cuando apenas quedaban 10 kilómetros para alcanzar el punto de encuentro, fuimos descubiertos por los franceses. Tuvimos que dejar a Ingrid a esa altura, no pudimos llegar más lejos. Por lo demás todo bien. Ningún herido, sin desperfectos. Cambio.
-Recibido. Preséntense cuanto antes en el aeródromo. Cambio y corto.