martes, 10 de mayo de 2011

Capítulo 5: Doctora Rosalie Bouvier


Marco sostenía como podía a la muchacha entre sus brazos. Le estaba manchando todo el uniforme de sangre, pero eso no le importaba. Había luchado en el frente, se había enfrentado cara a cara a una muerte de ojos negros y a otros esperpentos, pero nunca a una crueldad y violencia tan gratuita como en este caso. La muchacha era muy joven... y además estaba embarazada. Si no fuera porque consideraba que salvarle la vida era prioritario, ahora mismo volvería sobre sus pasos a pegarle una paliza al connard ese. Así le haría sentir en sus propias carnes el dolor de la joven torturada. 

Bajó la mirada para observarla mientras corría todo lo rápido que podía por los pasillos. La cabeza de la muchacha se apoyaba en su pecho, bamboleándose suavemente con el movimiento. El pelo negro azabache se le pegaba a la cara en mechones, húmedo de sangre. Su respiración era débil, apenas se percibía. Estaba inconsciente.

Al darse cuenta de ello Marco se asustó, palideciendo casi tanto como ella. Debía actuar con rapidez si no quería que la muchacha muriera.

-¡Tú! ¡Llama inmediatamente a cualquier médico que se encuentre en el edificio, deprisa! -Ordenó con presteza a un muchacho que caminaba por el pasillo.

El muchacho abrió los ojos como platos al ver a Lise inconsciente en los brazos de Marco, ambos cubiertos de oscura sangre, y salió corriendo lo más rápido que le permitían sus piernas.

Marco dejó a Lise tumbada sobre un banco. Había pensado llevarla al hospital, pero éste quedaba lejos y no había tiempo suficiente. La alemana no sobreviviría si no conseguía que fuera atendida por un médico inmediatamente. Se sentó junto a ella, mirándola con aprensión. No había nada que pudiera hacer por ella, y eso le hacía sentirse inquieto, le hacía sentir un completo inútil. Sus gestos eran más nerviosos de lo habitual. No sabía qué hacer con las manos. Cogió la de ella, estrechándosela con fuerza. Era tan frágil... ¡si tan sólo pudiera transmitirle un poco de su propia fuerza! Aquella joven alemana se veía como un fantasma, con su pálida piel manchada de sangre y oscurecida por los moratones, su largo pelo negro extendido alrededor de su cabeza, como un halo espectral... Estaba tan próxima a la muerte que Marco no podía soportarlo. Nunca le había costado pelear o repartir unos cuantos puñetazos, pero ante esa imagen de fragilidad, tan contraria a su tosca fortaleza, se le destrozaba el corazón. No pudo soportarlo más, la abrazó con fuerza, susurrando una y otra vez:

-Tienes que vivir, tienes que vivir... No vas a morir aquí, vas a ponerte bien... –sentía que si ella vivía, todo lo malo que significaba la guerra quedaría, de un modo u otro, perdonado.

Oyó unos pasos apresurados detrás de él y se levantó de golpe, confiando en que fueran los del muchacho, que traería algún doctor con él. En efecto, así era, pero no lo acompañaba un doctor, sino una joven mujer. 
Marco encaró al chiquillo, lleno de enfado.

-¿Dónde está el doctor que te pedí? ¿No ves que necesita atención de un médico? ¡Y me traes una enfermera!

El muchacho lo miró confundido, sin saber muy bien que decir. Sus ojos pasaron alternativamente de Marco a la mujer.  Iba a responder, pero la joven se le adelantó.

-Perdone, -Dijo con un tono que no tenía nada de disculpa, frunciendo los labios en una mueca de enfado.- Yo soy médico, no enfermera. Doctora Rosalie Bouvier, graduada en...

Marco no la dejó continuar. La cogió del brazo y la acercó al banco donde reposaba Lise. Rosalie sólo la observó un momento antes de abrir su maleta donde guardaba todo su instrumental médico. Con dedos rápidos, comenzó a sacar todo lo necesario para intervenir a la joven. Entonces comentó, mientras le inyectaba en su pálido brazo el líquido de una jeringuilla:

-No podemos trasladarla, tendrá que ser aquí. Esto no es para impresionables. Chico, márchate.

El muchacho no esperó a que se lo dijeran dos veces e hizo mutis por el foro. Marco se quedó quieto, cambiando el peso de su cuerpo de un pie al otro, sin saber muy bien qué hacer.

-Tú quédate, necesitaré tu ayuda.


Marco perdió la noción del tiempo mientras intentaban arrancar a Lise de entre las garras de la muerte. Una lucha cuerpo a cuerpo contra lo imposible. Rosalie trabajaba sobre ella, intentando rescatarla del borde de la muerte. Marco le asistía en todo lo que podía, contento de poder ayudar, pero al mismo tiempo deseaba no estar allí. Era duro.


-Yo creo que ya está.-Rosalie se pasó la mano por la frente, apartándose de la cara los cabellos rojizos que habían escapado de su apretado moño. - No podemos hacer nada más por ella.

-¿Sobrevivirá?- Preguntó Marco, ansioso.

-Será difícil para ella superar esto, pero creo que podría vivir. Es una situación complicada, pero...

-¿Hay esperanzas?

-Siempre las hay, es lo único que nos queda. Ahora habrá que trasladarla al hospital, para la convalecencia. Así, si empeora, estaremos cerca. -comentó Rosalie mientras recogía todo el instrumental utilizado, manchado de sangre.

Marco se removió incómodo. No le había explicado nada sobre la chica a la doctora, después de todo, ella no había preguntado, así que Rosalie desconocía la situación de la joven Lise. Internarla en un hospital lleno de heridos por los alemanes no era buena idea.

-Esto... No podemos hacer eso. -Rosalie le miró interrogadoramente, esperando que se explicara. -Es una prisionera alemana.

Rosalie entrecerró los ojos, procesando la información y lo que ésta conllevaba. Pero no lo entendió bien.

-¿Qué?- Exclamó enfadada. -¡Pero aun así es una persona! ¿No pretenderás encerrarla en esos fríos e insalubres calabozos, no? Si la dejas allí morirá, ¡y todo el esfuerzo que hemos hecho no habría servido para nada! -después de todo, ella era médico por encima de militar.

Marco negó con la cabeza enérgicamente al oír estas acusaciones, adelantando las manos abiertas, en un ademán de defensa.

-¡No! ¡Yo no decía eso! Es sólo que no podemos ingresarla en un hospital francés… ¡ella es alemana!-Marco sabía que no se explicaba bien, pero confiaba en que la doctora comprendiera.

-Es cierto... -Rosalie reflexionó unos segundos, buscando una solución.

Mientras Rosalie intentaba imaginar qué hacer con ella, Marco observó a Lise. Su piel estaba llena de puntos y costuras que le hacía parecer una burda muñeca de trapo. Un sentimiento que no sabría muy bien cómo definir llenó su pecho y desbordó. Al verla así, todavía al borde de la muerte, se dio cuenta de que no podía abandonarla. Se había implicado demasiado en su salvación como para dejarla desprotegida y sola ahora. Debía cuidarla, protegerla de todo mal. Se lo decía su instinto, y su instinto nunca le engañaba.

-Yo me la llevaré a mi casa. -Rosalie dio un respingo, sorprendida. -En mi casa estará segura, la cuidaré hasta que su vida no peligre. Pero te agradecería que vinieras de vez en cuando a verla...

-No hay problema, estaré allí.

Rosalie le estrechó la mano y, tras recoger su bolsa, se fue, seguramente al hospital. En tiempos de guerra los médicos no tienen un segundo de descanso, incluso estando algo alejados del frente. Los heridos que en el campo de batalla no se podían tratar llegaban uno tras otro, en camiones. Por mucho que quisiera asegurar la supervivencia de la joven alemana, la doctora Haruno tenía otros muchos pacientes que tratar.

Marco la vio alejarse, y cuando desapareció al girar una esquina se derrumbó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared.

Genial... Siempre guiándome por mis impulsos... ¿Eres idiota o qué, Marco Inuzuka? ¡Tomar esas decisiones no está en mi mano! ¡Es una prisionera alemana! Jeròme me va a matar...

Pero Marco no era muy dado a compadecerse de sí mismo o arrepentirse de sus decisiones, así que pronto se levantó, de nuevo lleno de energía, dispuesto a llevarse a Lise a su casa. La tomó en brazos con mucho cuidado y la llevó hasta su coche, pequeño y destartalado. Era tan pequeña que apenas pesaba nada. La acomodó como pudo en el asiento de atrás. Oportunamente, allí había unas mantas viejas, que utilizó para taparla un poco. Al instante siguiente ya estaba al volante conduciendo lentamente por las calles. Normalmente iba a una velocidad mucho mayor, una rapidez temeraria, pero esta vez no quería que le ocurriera nada a su pasajera, y tampoco quería atraer la atención de la gente y que comenzasen a hacer preguntas indiscretas.

Aparcó en la puerta de su edificio y sacó a Lise para subirla en brazos hasta su casa. Marco, sin mucha modestia, se alegró de ser un tipo fuerte, porque vivía en un tercero sin ascensor. Cuando iba por el segundo una puerta se abrió. Marco gruñó.

¡No! ¡La señora Bouchê! ¡No! Esta vieja cotilla... ¿Por qué no se mete en sus propios asuntos?

-¡Señorito Seyer!-La señora Bouchê se ajustó las gafas mientras lo observaba reprobadoramente.- ¿Qué hace con una señorita en brazos?

Marco se apresuró a ocultarla como pudo, intentando que los perspicaces y chismosos ojos de la mujer no se fijasen en las heridas de la muchacha.

-¡Es usted un sinvergüenza! ¡Pervertido! ¡Desconsiderado! Si su madre supiera... ¡Pienso informarle! ¡No tiene vergüenza! ¡Llevándose una muchacha a su casa...!

Marco refunfuñó enfadado mientras subía los escalones que le quedaban para llegar a su casa, haciendo oídos sordos a los incansables gritos de su vecina. ¡Mon Dieu! ¡Esa mujer era lo peor!

Nada más abrir la puerta de su casa una bola blanca y peluda se abalanzó sobre él, haciéndole perder el equilibrio y tirándolo al suelo, Lise incluida.

-¡Bruno!-Exclamó Marco mientras el perro, ignorándolo totalmente, le lamía la cara.- ¡Gracias por el recibimiento!, pero, ¿no ves que tengo algo entre manos?

Se levantó con dificultad, apartando a Bruno, y cerró la puerta tras él. Lo que le faltaba ahora era que la del segundo se diera cuenta de que tenía un perro en el edificio. De todas las vecinas cotillas, sin duda le había tocado la peor.

martes, 12 de abril de 2011

Capítulo 4: El contacto; Damien Marchant

Damien no le dirigió la palabra durante todo el trayecto, cosa que a Ingrid molestó y agradeció en la misma medida. Por una parte sabía que ése no era el mejor momento para hablar con ella, ya que con toda probabilidad contestaría de una manera brusca y enfadada y tampoco es que quisiera llevarse mal con su compañero, puesto que tenían una misión que cumplir juntos. La convivencia con él sería un mal necesario. Pero, por otra parte, se daba cuenta de que Damien era de temperamento frío, callado, orgulloso y taciturno. Resumiendo en una palabra, aburrido. Ingrid presentía que su relación no pasaría de lo imprescindible, un panorama no muy halagador. Después de todo, era su primera misión en territorio enemigo y esperaba poder encontrar en su “contacto” a una especie de guía y protector, en lugar de alguien casi tan joven como ella y con una encantadora personalidad, tan obviamente dispuesta a la filantropía.

Damien conducía con la mirada clavada en la carretera, como si no le importara nada más, pero al mismo tiempo su cuerpo estaba tenso y alerta, preparado para hacer frente a cualquier posible enemigo. Ingrid lo observó fijamente unos segundos que se convirtieron en minutos, hasta que él finalmente se hartó y preguntó con una voz llena de arrogancia.


-¿Sucede algo para que me mires así?
Ingrid no apartó la mirada.
-No.
Damien se removió incómodo. No esperaba esa respuesta, menos aún acompañada de la calma con la que ella lo dijo. Además la muchacha seguía mirándolo. ¿Qué rayos le sucedía a esa chica? ¿Es que acaso no podía comportarse con normalidad? Primero lo de pasearse por ahí en ropa interior, sin tener al menos la decencia de cubrirse cuando él la vio, y ahora esto. Había algo en ella que no funcionaba bien. ¿Qué demonios le ocurría? ¿Por qué no se comportaba como las demás chicas, sonrojándose en su presencia o diciendo tonterías? Maldita fuera. Si la misión por sí sola entrañaba una gran dificultad para él, tener que soportar a una fémina de esas características no ayudaba a simplificarla. Es más, nunca había tenido tratos con mujeres, nunca había vivido con una en la misma casa. Bueno, no más de una noche, y ahora tendría que soportar a esa mujer durante meses. Todavía no había comenzado y ya le resultaba inaguantable.
Al entrar en la carretera de asfalto el coche dio un brusco bandazo, haciendo que ambos saltaran en sus asientos. Ya era totalmente de día, y el sol brillaba pálido entre las nubes. Ingrid se caía de sueño, estaba agotada. Ansiaba preguntarle a Damien cuánto quedaba para llegar a su destino, que sólo Dios y Damien sabían cual era, pero le pensó que si lo hacía parecería una nena chica, así que desistió de preguntar y decidió esperar.


Ingrid despertó al notar que el coche aminoraba la velocidad. Se acercaban a un control fronterizo. Dos hombres con sus armas reglamentarias apoyadas al hombro paseaban indolentemente alrededor de la carretera, parando tan sólo algunos coches. Estaba claro que no tenían muchas ganas de trabajar. Ingrid comenzó a estirarse, pero Damien le dirigió una mirada de advertencia, por lo que se quedó quieta.


-Haz como si todavía estuvieras dormida, será más fácil para mí.


Ingrid le hizo caso y se acurrucó un poco más sobre el asiento, dejando oculta su cara y escondiendo sus manos, en las que se podían ver las rozaduras que se había hecho en su odisea de la noche anterior. Entonces, con un gesto que la dejó totalmente sorprendida, Damien colocó su chaqueta por encima de los hombros, arropándola.


El coche avanzó lentamente, tras la cola. Uno de los soldados le hizo una seña, por lo que Damien se detuvo completamente. El soldado, cuya cara estaba sin afeitar y la camisa sobresalía por encima de los pantalones, se acercó lentamente a ellos, mientras mascaba un poco de tabaco.


-Bien, bien, esto es pura rutina, quienes sois, qué hacéis aquí, etc, etc. -Comentó en tono cansino.


Damien lo observó durante un momento, apuntando mentalmente todos los castigos que recibiría ese soldado si estuviera bajo su mando.


-Soy Damien Marchant, y ella es mi esposa, Ingrid Marchant.


Ingrid puso los ojos en blanco, imaginándose por un momento casada con Damien. Incluso pensarlo se le antojaba imposible. ¡Ni en sus peores pesadillas!


-Bonita joven. Lo siento, pero he de pedirles que se bajen del coche, he de registrarles a ustedes y al coche, es el procedimiento habitual.


Damien le dirigió una mirada fría, que habría dejado congelado en el sitio a cualquiera. El soldado tragó saliva ruidosamente, intimidado.


-Antes de acceder a ello me gustaría comprobar si ése es realmente el procedimiento habitual. Tal vez debería hablar con su jefe, y así podríamos aclarar algunos puntos, como el lamentable estado en el que se encuentra su arma, su evidente falta de higiene personal y decoro, y más aún el hecho de que esté mascando tabaco, producto que si no me equivoco hoy en día no se puede conseguir por otro medio que no sea el contrabando... ¿Me bajo del coche?


El soldado miró nerviosamente a su alrededor, como si esperara ver a la encarnación de la justicia dirigiéndose amenazadora hacia él, acusándole de todos esos crímenes.


-No es necesario... Es evidente que ustedes no son alemanes... Pueden irse.


Sin dignarse a mirarlo, Damien puso en marcha el vehículo, que avanzó suavemente por la carretera. A una distancia prudencial del control Ingrid se incorporó y comenzó a reírse a carcajadas. Le había costado bastante fingirse dormida mientras Damien hablaba con el controlador, y ahora no podía evitar reírse. Damien la miró sorprendido, y esa expresión en su cara hizo que la risa de Ingrid aumentara. Su risa era dulce y fresca, como el zumo de naranja, ahora imposible de conseguir debido a la guerra. A pesar de que Damien no solía hacerlo, sonrió. Ingrid dejó un segundo de reírse, incrédula.


-¡Has sonreído! Y yo que lo consideraba imposible...


Inmediatamente Damien borró la sonrisa de sus labios y dirigió su mirada de nuevo a la carretera, con el ceño fruncido, mientras ella se reía suavemente a su lado.


Al cabo de poco tiempo Ingrid volvió a quedar dormida, y no se despertó hasta que notó a Damien sacudiéndola con delicadeza. Ingrid se frotó los ojos, cansada. Dormir en un coche no era la mejor opción para descansar cómodamente, pero Damien no era un ameno compañero de viaje, así que no le quedaba otra.


-Despierta, hemos llegado. -Le dijo con una brusquedad que contrastaba con la suavidad con la que le había despertado.


Era ya bastante entrada la tarde, Damien había estado conduciendo durante casi todo el día para alejarse lo suficiente del supuesto lugar de aterrizaje del avión.


Ingrid y Damien entraron en un destartalado edificio, ahora sucio y polvoriento, pero se notaba que había pasado tiempos mejores. Por debajo de la suciedad se descubría que la fachada que había sido anaranjada, ahora era gris, lo que le daba un aspecto un tanto lúgubre. Subieron por las oscuras escaleras hasta el quinto piso, donde Damien sacó unas llaves de su bolsillo y abrió una puerta sobre la que brillaba quedamente una letra A. Ingrid entró observándolo todo con fijeza. Damien supuso que empezaría a quejarse y a lloriquear, pero cuando se dio la vuelta sólo le dijo:


-¿Dónde duermo yo?


-Ahí... en esa habitación.


-Genial. Prepara la comida mientras yo me doy una ducha.-y dicho esto entró en el baño.


Damien se quedó unos segundos mirando la puerta del baño, con el semblante inexpresivo. Luego se encogió de hombros y se dirigió a la cocina, donde comenzó a cocinar una omelette.


El agua tardó en salir, y cuando lo hizo estaba helada y llena de óxido, pero eso no la preocupo en exceso, estaba acostumbrada. En Alemania la guerra también había causado estragos. Apenas recordaba ya aquellos tiempo en que la guerra era algo improbable, por no decir imposible. En aquellos días el Furher prometía una Alemania fuerte y poderosa, una Alemania libre del yugo de la Sociedad de Naciones, una Alemania sin deudas... Y todos le habían creído, confiados en su promesa de que todo iría bien. Pero nada es como te hacen creer.


Cuando terminó, salió de la ducha y se secó con una toalla bastante vieja. En aquel piso no había nada nuevo o comprado hacía poco tiempo, lo que le llevaba a preguntarse de dónde habría sacado Damien la casa. Por lo que lo conocía podía perfectamente echado a sus antiguos ocupantes, dejándolos tirados en la calle. Tendría que preguntárselo, y también debían hablar largo y tendido sobre la misión.


Se acercó a la cocina, siguiendo un suculento olor a comida recién hecha.


-Ummmm... huele bien. ¿Qué es?


-Es tortilla con queso.
Ingrid se sentó y comenzó a comer mientras él hacía lo propio. El silencio reinaba a sus anchas entre ellos. A Damien no parecía importarle, pero Ingrid decidió cortarlo.
 -¿Cómo has conseguido esta casa? ¿No habrás desahuciado a los antiguos propietarios, no?- Comentó, medio en broma medio en serio, como solía hacer.
-No, es mía.
-Ah...-Ingrid recordó entonces el encuentro con los soldados.- ¿Cómo es que hablas tan bien el francés?-Preguntó sin verdadera curiosidad.


Después de todo, ella también lo hablaba perfectamente. Suponía que la respuesta de Damien sería la esperada, algo así como: "lo aprendí en la escuela" o "mi madre me enseñó..." Pero esta vez se equivocaba.
-Hablo a la perfección el francés porque soy francés.


Ingrid se quedó con la boca abierta. Damien, ¿francés? Algo no cuadraba. Si era francés, ¿por qué estaba luchando en el bando alemán? Por un segundo se le pasó por la cabeza que era una trampa, pero pronto la rechazó. Ningún jefe de alto mando alemán contrataría un espía sin estudiar primero sus antecedentes e investigarlo completamente, así que lo más probable era que el alto mando conociera la nacionalidad del Marchant. ¿Entonces? ¿Por qué se había cambiado de bando? Traicionando a su país... Eso era algo que a Ingrid le parecía totalmente increíble. ¿Por qué lo habría hecho? ¿Por dinero? ¿Por ansias de poder? No formuló estas preguntas, pero éstas se reflejaron claramente en su cara, junto con una expresión de suma reprobación. Damien estalló.


-Tú no tienes derecho a decirme nada, no me conoces, no eres quién para decirme si hice mal o hice bien, así que ¡guárdate esas expresiones para quien quiera verlas!


-Pero... -Intentó hablar Ingrid, sorprendida por el súbito arrebato del joven.


-Además, tú eres precisamente la menos indicada para hablarme de "amor a la patria". -comentó, esta vez con su tono calmado y frío habitual en él.


-¿Qué?


-Eché un vistazo a tu expediente ¿sabes? Me pareció sumamente interesante. -Ingrid apretó los puños con fuerza. ¿Pero qué se creía ese niñato? - Una familia muy simpática la tuya... dale recuerdos a tu hermano de mi parte.


El puño de Ingrid se estrelló contra la pálida cara de Damien, borrándole la sonrisa pretenciosa de sus labios.


-¡Saukerl! ¡No te atrevas a mencionar a ninguno de mis hermanos! No mereces ni pronunciar sus nombres... Si no fuera por la misión ahora mismo te haría retirar esas palabras a puñetazos.


Dicho esto entró en el dormitorio y cerró la puerta tras ella.






domingo, 13 de marzo de 2011

Capítulo 3: Interrogatorio

Jean sonrió, y su sonrisa fue malvada, torcida y sucia. La chica se estremeció entera. Sabía lo que vendría ahora. De poco le valía suplicar o llorar, en los ojos del hombre veía claramente su resolución. Él lo llevaría hasta el final y además disfrutaría haciéndolo. A pesar de haberse prometido a sí misma no llorar, una lágrima rodó por su mejilla. No por ella, sino por la criatura que llevaba en su vientre, ¡tan pequeña aún! ¡Tan inocente!

Un puñetazo dirigido a su mandíbula la hizo tambalearse, pero no cayó al suelo, puesto que sus manos estaban fuertemente atadas a una cuerda amarrada a una argolla que pendía del techo. Su cuerpo casi escuálido se balanceó de una lado a otro, como una muñeca desmadejada. Escupió la sangre que llenaba su boca, manchando las baldosas blancas de su prisión. Le había roto el labio. El francés la agarró con fuerza por el cabello, obligándola a mirarle a los ojos. Lise le devolvió la mirada, orgullosa, sin una súplica. Habían sido años de costumbre, de orgullo familiar mal entendido, y eso deja una huella, reacia a desaparecer incluso en momentos como ése.

Jean rugió furioso y golpeó la cabeza de la chica contra la pared, logrando abrirle una brecha enorme en la frente, de la que comenzó a manar sangre. Quería que llorara, que suplicara por su vida. Para él no había nada más placentero que oír la voz de un prisionero rogando misericordia. Pero aquella chica…

Lise sacudió la cabeza, aturdida, e intentó limpiarse con un brazo la sangre rojo oscuro que resbalaba desde su frente hasta su cara. A pesar del lacerante dolor que sentía y de la posibilidad de morir desangrada, la joven no suplicó. No le daría esa satisfacción.

Jean golpeó de nuevo a Lise, esta vez en el estómago. Ella gimió por el dolor y se encogió sobre sí misma, intentando proteger al bebé. Jean sonrió y le pegó una patada, logrando que Lise gritase.

-¡Basta! ¡Estoy embarazada, vas a matarlo! –Lise ya no sabía qué hacer.

Ahora no era ella, era su hijo. Tan sólo era una enfermera, no sabía nada de las estrategias del ejército alemán, no había ninguna información que pudiera darles. No tendrían que estar torturándola, poniendo en peligro la vida de su bebé.

–Haz lo que quieras… Pero no me des en el estómago… Por favor. –suplicó la joven.

Las lágrimas corrían por el pálido rostro de la muchacha, que ya no podía contenerse. Le habían mantenido sin comer ni beber durante un día entero, metida en una celda fría, vestida tan sólo con harapos, y ahora la sometían a tortura… Su resistencia se quebró como el cristal más frágil.

Jean sonrió exultante. Al principio, torturar a aquella cerda alemana, le había resultado frustrante, pero ya parecía volver todo a la normalidad. Tal vez debería hacerle caso y no darle en el estómago, así la tortura se haría más larga y satisfactoria.

De un solo tirón rasgó las vestiduras de la chica, dejándole su pálida espalda al descubierto. Se veía tan blanca, tan pura, tan cremosa… Con una sonrisa sádica acarició con un dedo esa piel tan perfecta. Lise se estremeció, sabiendo lo que le esperaba. Apretó los dientes y cerró los ojos mientras Jean se quitaba el cinturón. El francés alzó el brazo y lo descargó con fuerza sobre ella.

Rojo sobre blanco, sangre y lágrimas. Jean se excitó como nunca le había ocurrido mientras flagelaba con crueldad a Lise. No lo hacía porque sospechara que fuera una espía alemana, ni siquiera porque fuera enemiga. Simplemente disfrutaba demostrando su poder sobre ella. Se deleitaba viéndola estremecerse bajo cada golpe que él le propinaba, se recreaba con la imagen de la antes orgullosa muchacha, ahora derrotada bajo sus latigazos.
Pronto la espalda de Lise se llenó de surcos sangrientos. Pero no era suficiente. Jean quería causarle el máximo daño posible, quería ver la sangre surgir. Se colocó delante de Lise, que ya prácticamente estaba inconsciente. Tenía que hacerlo rápido, antes de que perdiera la consciencia. El puño de Jean se hundió en el vientre de Lise, provocándole un dolor insospechado.

-¡No! –Jadeó ella. El golpe le había dolido en lo más hondo. Cuando el francés le azotaba tan sólo el convencimiento que dejaría en paz a su bebé le había ayudado a seguir. Y ahora… ¡Todo había sido en vano!

-¡No! ¡No! ¡Mi bebé! –Lise gritaba y lloraba mientras los puños de Jean golpeaban una y otra vez su estómago. Ya no había salida… Moriría en aquella lúgubre sala. La sangre comenzaba a derramarse por sus piernas, como un terrible aviso.

De pronto se abrió la puerta y entraron dos hombres uniformados. Al verlos Jean detuvo un momento su avalancha de puñetazos, pero continuó agarrando a Lise con fuerza del brazo, clavándole los dedos en su carne.

-¿Qué significa esto? –preguntó una voz de hombre, con evidente autoridad.

-Es una prisionera alemana, la estaba interrogando, señor.

-¿Está torturando a una mujer embarazada?- Aquel hombre clavó sus penetrantes ojos oscuros en Jean.

Lise levantó la cabeza, intentando ver algo a través de la nube rojiza que empañaba su vista. El hombre que hablaba era moreno, alto, pelo recogido en una coleta, botas brillantes… No pudo distinguir nada más, lo veía todo borroso. De todas formas, ¿qué importaba eso? Ya iba a morir, lo tenía asumido. Nada podía salvarla.

-Esta mujer no es una espía alemana, no tenemos porqué torturarla. Además, va en contra de mi política torturar a mujeres embarazadas. Es repugnante. ¿Acaso usted carece de moral? –preguntó, mirando asqueado a Jean, que no contestó. –Marco, encárgate de la chica.

Marco, el otro hombre que había entrado en la habitación, se acercó a Lise y comenzó a desatarle las muñecas. Jean, al verlo, exclamó.

-¡Qué hace! ¡Es una alemana! Deberíamos azotarla hasta que muera como la cerda que es.

Hubo un silencio mientras los hombres se observaban. Finalmente el que parecía tener el mando habló. Su voz fue fría.

-Jean Galliard, te prohíbo que vuelvas a tocar a esta mujer. Estemos o no en guerra, las personas siguen siendo personas, y tienen la misma dignidad, sean del bando que sean. No permitiré que mates a un niño inocente que ni siquiera ha visto la luz del sol. Hacerlo sería rebajarme al nivel de un animal, y eso nunca ocurrirá. Desde este momento la prisionera es responsabilidad mía. ¿Queda claro?

Jean asintió bruscamente con la cabeza. Por mucho que le costara admitirlo, Jeròme Moreau seguía siendo su superior.

-¡A sus órdenes señor!

-Ahora salga de aquí. –Jeròme esperó pacientemente a que Jean desapareciera de la habitación.

El francés los miró durante unos segundos con el rencor reflejado en la cara, pero finalmente salió de la sala murmurando algo que sonó como: “Esto no quedará así”. Jeròme ni se inmutó.

Una vez que Jean hubo cerrado la puerta tras él Jeròme se dirigió a Marco.

-¿Cómo está?

Marco lo miró con la impotencia reflejada en sus ojos. Había desatado a Lise, que ya no tenía fuerzas ni para mantenerse en pie sin ayuda, y ahora la sostenía como podía.

-No muy bien… Lo mejor será que me la lleve al hospital. ¿Te parece bien Jeròme?

Jeròme lo pensó durante unos segundos, y entonces asintió. Marco la tomó delicadamente en brazos y la sacó de la habitación. Jeròme se quedó solo, acompañado tan sólo de su reflejo en las baldosas manchadas de sangre.

Que bajo ha caído el ejército francés. Manchas como las producidas por la sangre de esta muchacha nos perseguirán siempre. Una sola acción ha destrozado tantos años de lucha por la libertad… El hombre es un ser problemático.



domingo, 6 de marzo de 2011

Capítulo 2. Punto de encuentro: L´ Eglise Notre-Dame de la lune et du soleil


 

Tenía  que irse de allí. Había conseguido aterrizar sin problemas en suelo francés, pero los soldados todavía andaban cerca. Probablemente sospecharían que del avión alemán había sido lanzado algo o alguien, así que harían batidas para reconocer la zona. O al menos eso es lo que haría ella. Lo mejor sería que se alejara lo más rápidamente posible, antes de que les diera tiempo a organizarse. Tenía los dedos entumecidos por el frío, pero logró arrancarse las correas del paracaídas y lo escondió entre unos arbustos, confiando en que lo profundo de la noche y el color de la tela lo ayudarían a camuflarse. Cuanto más tardaran en encontrarlo, mejor para ella y su misión.

Caminó durante horas en la oscuridad, corriendo incluso, esquivando como podía los accidentes del terreno. Dejó de contar las veces que se calló en zanjas o tropezó con piedras inoportunamente colocadas. Le sangraban las manos. Hacia las seis de la mañana el camino comenzó a iluminarse e Ingrid se detuvo para intentar averiguar su posición y recuperar el aliento. Comprobó el mapa que llevaba en uno de sus muchos bolsillos. Sí, no estaba lejos del punto de encuentro. Tan sólo un par de kilómetros más. El aire se atascaba en sus pulmones, apenas podía respirar. Sentía una dolorosa punzada en el costado. Pero no podía parar. Estaba sola en un país hostil, y su única solución era encontrar cuanto antes el punto de reunión. Mientras corría, palabras de aliento se escapaban entrecortadas de entre sus labios resecos.

Ánimo Ingrid… Sabes por qué lo haces. Un último esfuerzo.

 

La iglesia era muy pequeña, y estaba parcialmente derruida. El tejado prácticamente había desaparecido, y tan sólo las paredes se mantenían en pie. Las vidrieras de las ventanas estaban rotas y quedaban pocas de las baldosas que antaño habrían cubierto el suelo. De todos modos, a Ingrid le pareció hermosa, a su manera. Se adecentó como pudo, sacó un pañuelo de color claro y se lo anudó al cuello, para que el contacto pudiera reconocerla. Estaba preparada.

Con la mano colocada encima del bolsillo donde guardaba la pistola, por si acaso era una emboscada, entró en la iglesia. Al parecer estaba vacía. Los brillantes rayos del amanecer entraban por las ventanas sin cristales e iluminaban con una luz un tanto fantasmagórica el interior de la iglesia. ¿Habría llegado demasiado pronto?

Oyó un chasquido. Ingrid se dio giró bruscamente casi por inercia, sacando su pistola. Reconocería ese chasquido entre mil; era el sonido de un arma al quitarle el seguro. En la entrada de la Iglesia había un hombre, apuntándola con una pistola. Hubo un momento de silencio, durante el cual se observaron mutuamente, sin apartar las armas dirigidas cada una al pecho del otro. Entonces Ingrid lo reconoció. Era el hombre de la fotografía. Se fijó en su muñeca izquierda y vio que llevaba un pañuelo anudado. Bajó la pistola. El hombre la observó unos segundos más y sólo entonces apartó su arma también.

-¿Ingrid Kohlheim?-preguntó con una voz fría y metálica, que a Ingrid le pareció vacía de sentimientos.

-Sí. –asintió ella. –¿Eres tú la persona con la que debía encontrarme aquí?

-Sí. –Ingrid esperó a que añadiera algo más, pero él permaneció callado. –¿Tu nombre es…?

El joven dudó un segundo, como si no se fiara de ella, pero finalmente lo dijo.

-Damien Marchant.

Ella dudó que ese fuera su nombre real, pero lo aceptó como válido.

-Encantada, Marchant. –Damien no dijo nada.

Ingrid lo observó detenidamente. Cabello oscuro con un curioso reflejo azulado, piel muy pálida, anémica, sin una sombra de sangre que coloreara sus mejillas, ojos profundos… Muy atractivo, pero también la indiferencia y frialdad en persona.

-Aquí no debemos hablar, no estamos seguros. Te llevaré a mi casa. Pero antes debes cambiarte… Toma. –Le lanzó un fardo de ropa que Ingrid atrapó al vuelo.

Damien tenía razón, con la ropa que llevaba cualquiera que supiera algo de la guerra podría averiguar que era una soldado alemán. Ingrid buscó un sitio para cambiarse, donde no sintiera la fría mirada de Damien clavada en ella. En uno de los lados de la nave de la iglesia distinguió una pequeña capilla. Como el resto de la iglesia, estaba prácticamente derruida, pero le serviría. De la pared exterior no quedaba nada, por lo que Ingrid podía ver perfectamente la somnolienta campiña francesa. Entró y comenzó a desnudarse. Dejó la pistola, desabrochó los botones de la chaleco con una rapidez militar y se quitó el pantalón de una patada. Observó con curiosidad la ropa que Damien le había dejado. Un vestido de color azul pálido, la manga hasta el codo. Lo estaba extendiendo para ver el largo cuando oyó una exclamación ahogada. Se dio la vuelta bruscamente.

Fuera de la capilla, en el campo que rodeaba la iglesia, un hombre la miraba con los ojos como platos. La mente de Ingrid tardó un segundo en darse cuenta de su situación. Vestida  con tan sólo la ropa interior, en medio de la campiña francesa. El hombre abrió la boca para decir algo, pero no pudo acabar. Se oyó un disparo y el francés se llevó las manos al pecho, que comenzó a teñirse de rojo. Todavía mirándola y con una muda pregunta en los labios, se desplomó para no volver a levantarse.

Damien guardó el arma con la que había matado al francés sin una sola palabra y se dispuso a irse. Ingrid corrió hacia él y le agarró del brazo, obligándolo a darse la vuelta.

-¿Por qué lo has hecho? ¡Era tan sólo un civil!

-Estamos en guerra, y él era un francés que podría estropear nuestros planes. –Contestó Damien, indiferente.

-¡Pero él no había visto nada que nos comprometiera! ¡Tan sólo era un hombre que pasaba por aquí y sin querer me vio cambiándome!

Damien se acercó a ella, que de pronto se dio cuenta de que todavía seguía en ropa interior, pero no retrocedió, sino que lo miró fijamente.

-Eres una niña. Déjate de historias. Si has de matar, mata. Como espía, tu deber es desconfiar de todo. Si no lo haces, morirás sin cumplir tu misión. –Dicho esto se fue, dejándola sola.

Terminó lo más rápido que pudo de vestirse, mientras pensaba en lo que acababa de suceder. No podía creerlo. Ese hombre, ese campesino, no tenía culpa de nada, había muerto por cruzarse con la persona equivocada. Ella lo habría solucionado de otro modo, nunca tomaba la vida de alguien a menos que fuera necesario… Creía en la importancia de la vida de la persona, y se resistía a creer que alguien pudiera matar tan fríamente. Se recogió el pelo en un moño alto dejando algunos mechones al aire, al estilo de las mujeres francesas, y se puso los zapatos, que le venían un poco grandes.

Salió de la capilla para encontrarse con Damien, que la esperaba apoyado en el capó de un coche. Al verla se montó inmediatamente y ella le siguió. No quería quedarse mucho tiempo en esa iglesia. El coche arrancó fácilmente.

-¿Qué has hecho con el cuerpo?- Preguntó Ingrid sin saber si realmente quería oír la respuesta, mientras el coche atravesaba el campo, buscando una carretera.

-Lo he escondido. Para cuando lo encuentren, si es que lo hacen, nosotros ya estaremos lejos de aquí.

Ingrid apoyó el brazo en la ventanilla bajada, dejando que el viento le diera en la cara, mientras veía los árboles pasar. Un comienzo magnífico para su misión.

Lo hago por ti…


sábado, 5 de marzo de 2011

Capítulo 1: Martes, 5 de octubre, 1943


Era noche profunda y la luna creciente apenas lograba iluminar el cielo con su desvaída luz plateada. Los primeros fríos de invierno habían hecho acto de presencia la semana anterior, y la niebla los acompañaba cual fiel compañera, cubriéndolo todo.

La figura de varios aviones se recortaba en la oscuridad y, a pesar de lo tardío de la hora, en aquel aeródromo todavía se distinguían las tenues sombras de varias personas trajinando entre los aeroplanos. De cuando en cuando un foco de luz blanca barría todo el lugar, buscando cualquier anomalía, por pequeña que fuera, con la sirena de alarma siempre a punto. Toda precaución es poca cuando se está en guerra con medio mundo.

En uno de esos “escáners”, el foco iluminó brevemente a dos personas que hablaban en voz baja junto a un pequeño Fieseler Fi 156 Störch, avión usado especialmente para misiones de reconocimiento y comunicaciones entre las líneas.
–Ya sabe lo que tiene que hacer. –Decía un hombre a su acompañante. Su voz era enérgica y autoritaria, áspera. Se notaba que estaba acostumbrado a mandar y a ser obedecido.
–¡Sí, señor! – La voz que respondió era de mujer.
–¡Ausgezeichnet! Allí la estará esperando uno de los nuestros. Se reunirá con él y así podrá informarle de los detalles más prácticos de la misión.
–¿Cómo lo reconoceré señor?
–Es hombre, de ojos y pelo negro, piel pálida. Aquí tiene una foto. – Le alargó un papel.
Ingrid, observó atentamente la imagen, intentando memorizar los rasgos del hombre, sorprendentemente joven, allí fotografiado, puesto que no podía llevársela consigo. Si lo hacía y luego la atrapaban…La tortura no era ninguna broma. Ingrid prefirió no pensar en esa posibilidad. Respirando hondo, intentó convencerse a sí misma. 

Ingrid, concéntrate en el momento, aquí y ahora. Ya lo sabes, “El pasado ya no está y el futuro está muy lejos”… No te disperses.

Devolvió la fotografía. El oficial alemán continuó hablando, impasible.

–De cualquier modo, para facilitar el encuentro y evitar confusiones, hemos dispuesto un punto de contacto, os reuniréis ambos en una pequeña iglesia abandonada en medio de una campiña. Además, el contacto llevará un pañuelo atado a la muñeca. Lleve usted uno al cuello, así él la reconocerá.

–¡Sí, señor! –respondió Ingrid militarmente.

–Si no tiene ninguna pregunta más, suba al avión. La están esperando.

Y sin más palabras, sin ningún gesto de despedida hacia su tierra, a la que tal vez nunca volvería a ver, Ingrid subió al avión. 

Dentro, un joven con el pelo de un rojo tan furioso que destacaba en la tenue y grisácea luz que apenas iluminaba el avión, controlaba los mandos. La mirada fija en ellos y el ceño fruncido. Junto a él se sentaba la copiloto, que se encargaba de la radio y otras cuestiones técnicas. No tendría ni veinte años. Ingrid se sentó en la parte de atrás, agarrada a las correas de sujeción. Era el único sitio que quedaba libre, el avión era muy pequeño y no estaba preparado para transportar pasajeros.

-Ya podemos despegar, Garin.

Él aludido no respondió, simplemente accionó un par de botones y aferró los mandos. El avión dio una brusca sacudida y salió disparado hacia delante. Ingrid y la otra chica se agarraron donde pudieron, conscientes de que tal vez no lo lograrían. No era frecuente, pero siempre existía la posibilidad de acabar estampados contra el suelo, los sistemas de aviación eran relativamente modernos y pilotar todavía era un trabajo peligroso. El motor del avión parecía rugir en el silencio de la noche, pero finalmente se elevó y voló sobre los terrenos conquistados por Alemania, atravesando el oscuro cielo, rumbo a la frontera francesa.

El vuelo duró unas cuatro horas, cuatro horas de silencio. Garin manejaba los mandos con seguridad, no en vano era el mejor piloto de su promoción, pero se mantenía callado y taciturno. Sentía como si estuviera conduciendo a su hermana al matadero. Pero no tenía opción. Apretó los dientes con fuerza. 

Maldito alto mando… Ingrid no saldrá viva de esta. 

Notó como una pequeña mano de dedos fríos se apoyaba en su brazo, intentando confortarlo. Heidi, la joven copiloto, tan sólo lo miró, comprendiendo lo que sentía. Ella había perdido toda su familia en la primera Gran Guerra, y ahora, aunque era lo último que deseaba, estaba metida de lleno en la Segunda. Pero si las armas eran el único modo de defender a su país y todo lo que quería… que así fuera.

De pronto se oyó un estruendo. Con los ojos entornados por la concentración y las manos crispadas, Garin viró bruscamente, intentando esquivar los cañonazos. El anterior silencio había desaparecido, sustituido ahora por el estampido producido por los cañones. 

-¡Nos han descubierto!

-¡Premio por constatar lo evidente!-gruñó Garin por toda respuesta, sin apartar la mirada de sus manos, aferradas al control.

-¡Tenemos que aguantar un poco más, todavía no estamos lo suficientemente cerca del punto de encuentro! –intervino Heidi, también gritando. Nadie sabe por qué, pero en momentos de tensión todo parece que saldrá mejor si en lugar de hablar, gritas. – ¡Prepárate Ingrid!

Ingrid ajustó las correas del paracaídas que se ceñían entorno a su cuerpo, comprobándolas. 

-¡Estoy lista!

-¡Todavía no! ¡Garin!

-¡Hago lo que puedo!-protestó el pelirrojo mientras con un looping intentaba no ofrecer un blanco fácil al enemigo. Ingrid chocó contra la pared del avión.

–¡No duraremos mucho más! ¡Me bajo aquí! ¡Vuelve a Alemania!-decidió la soldado, abriendo la puerta. 

-¡Espera, Ingrid! ¡Esto no es un tranvía del que puedas…! –Garin intentó detenerla, pero ella ya había saltado a tierra enemiga.

-¡Ingrid!

Garin y Heidi la buscaron con la mirada, pero el cielo estaba todavía muy oscuro. Además, los aleatorios focos franceses que barrían el cielo intentando encontrarlos nuevamente impedían ver nada en la profunda negrura. Faltaban tres horas para el amanecer y no pudieron distinguir nada. 

Tras el salto de su hermana, Garin parecía que se había quedado sin fuerzas. Ingrid… no volvería a verla. En su interior, el resentimiento, ya presente, crecía y se enroscaba en torno a su corazón. 

Una bala de cañón pasó rozando el Fieseler, que se estremeció entero. Heidi gritó y al oírla, Garin volvió a la realidad. Heidi no debía morir. No había conseguido salvar a sus hermanos, pero salvar a Heidi estaba en sus manos. Agarró los mandos y enderezó el avión, elevándose como un sacacorchos, para luego bajar bruscamente. Un rizo, y otro, para despistar. Cualquier copiloto se habría mareado, pero Heidi no lo hizo. Estaba más que acostumbrada a volar junto a Garin. Finalmente, con un último looping, desaparecieron del radio de alcance de los franceses.

–Voy a dar parte de la misión. –comentó Heidi en voz baja cuando el avión se hubo estabilizado. No era necesario decirlo, pues era el procedimiento habitual, mas ella lo creyó necesario en aquel momento. Necesitaba, más por ella misma que por Garin, que alguien hablara para eliminar la amarga sensación que se había establecido en el ambiente. Encendió la radio y se colocó el aparato.

–¿Terminal? ¿Terminal? Aquí Heidi, desde el Rabe schwarz. ¿Me reciben? Cambio.

-Aquí terminal, le recibo. Cambio.

-Procedo a referir el informe de la misión. Cambio.

-Le escucho. Cambio.

-Vuelo estable sin problemas hasta la llegada a Francia. Cuando apenas quedaban 10 kilómetros para alcanzar el punto de encuentro, fuimos descubiertos por los franceses. Tuvimos que dejar a Ingrid a esa altura, no pudimos llegar más lejos. Por lo demás todo bien. Ningún herido, sin desperfectos. Cambio.
-Recibido. Preséntense cuanto antes en el aeródromo. Cambio y corto.